Descartes

No, esta entrada no va del autor de «El discurso del método», ni tiene ningún afán racionalista. Esta entrada pretende encontrar un espacio para unas tomas que no encajan su sentido, o no he sido capaz de hacerlo, en otros hilos. Son tomas que bien podrían cada una de ellas tener su hueco por sí mismas de forma aislada. Confieso que algunas me impactaron mientras las hacía y he vuelto sobre ellas en varias ocasiones después de dejarlas dormir por un tiempo. Es como si ellas mismas reclamaran su oportunidad.

A pesar de que todavía el disco duro cuenta con material de este viaje para algunas entradas más, de familias, de temas diversos, de anécdotas, etc.. la realidad se impone. Y aquí están, para ser contempladas como episodios singulares, sin más pretensión.

Oportunidades

Esa mañana aparecieron por la Misión una cantidad ingente de jóvenes. Creo recordar, pues los conté cuando estaban en el salón de actividades, que cerca de la centena; noventa y ocho, para ser exactos. Siempre te llama la atención alguno más que otro. Y así sucedió con esta niña mientras se apoyaba en la verja de pinchos que rodea el edificio principal de la Misión. No sé por qué, pero esta imagen y alguna otra me llevan a menudo a preguntarme cómo es posible que exista en el siglo XXI tal diferencia de oportunidades en función del lugar del planeta en el que nazcas.

Oportunidades. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

Dubai

Subiendo la montaña, cuando falta el resuello y las piernas empiezan a decir basta, primero sientes una ligera presión en la mano derecha, luego inclinas la cabeza y adviertes que una linda chavala te la ha tomado con discreción. Sigues unos metros y los gestos indican que quiere, además, cargar con tu mochila. No lo consientes ¿cómo vas a permitir que cargue con peso?. Ella insiste. Y solo cuando paras en casa de Zenebé a descansar y comer una pieza de fruta, una mezcla de pera y mango, consientes que orgullosa sienta la presión del peso sobre sus hombros.

Dubai. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

El niño de las cañas de colores

Allí, en un rincón, juega con unos trozos de goma y unos cacharritos de mimbre. No sé si juega a las cocinitas o sencillamente se arrima a las cañas de colores presionado por nuestra presencia. En casa de Zenebé.

El niño de las cañas de colores. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

El hombre de azul

Llevábamos apenas unas horas en el Valle. Habíamos iniciado el ascenso a pie hacia la Misión y ya el bueno de Zenebé nos había invitado a descansar y refrescar la boca con unas piezas de fruta fresca de su huerto. Salíamos por el estrecho pasillo que une el salón con la cocina y, mirando hacia ésta, una cara amable saluda emergiendo entre las sombras. Las gotas de sudor en la frente delataban su tarea reciente. Creo que no le volvimos a ver. Fue, por un tiempo en mi memoria, el hombre de azul entre mazorcas. Cualquiera diría que posó para la ocasión. Pero nada más lejos.

El hombre de azul. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

Adriano

Hay quien vive en cárceles culturales, morales o intelectuales sin apenas conciencia de sus propios límites, de su perímetro y de su propia capacidad de movimiento. Hay quien tiene la fortuna de decidir qué cárcel prefiere para sí y los suyos y hay quien piensa que lo mejor es que cada uno construya su propia cárcel. De cárceles con muros invisibles saben muchos. De cárceles construidas con la indiferencia de aquellos saben otros. ¿Cómo es la tuya? Ignoro si Adriano puede hacerse estas preguntas.

Adriano. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

Corazón

Al principio piensas que ya has tenido suficiente aprendizaje con la comprensión y el respeto. Después descubres que te une un amor profundo. Más tarde el estómago te pide acción. Y, por último, decides que este es el inicio de un viaje apasionante, y no solo porque pretenda recorrer todas las galerías del corazón.

Corazón. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

Asombro

No sé quién estaba más asombrado, si el pequeño de Turrufat o nosotros cuando entramos en su casa y advertimos la presencia de la vaca al fondo de la choza. A la derecha de la res, entre boñigas, Turrufat preparaba el tostado del café que a la postre tomaríamos encantados.

Asombro. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

La ventana

¿Quién del otro lado? ¿Dónde el límite? Estos días no puedo dejar de pensar en todas las personas que hemos dejado en Etiopía. ¿Llegará también la pandemia al valle? ¿Se cebará de nuevo la tragedia con los más vulnerables? Lo cierto es que debido a su situación, distancia y grado de aislamiento las posibilidades son remotas, pero aun así ciertas. Si a ello le sumas el estándar actual de higiene, el estado de la sanidad, la frescura de los afectos y la intensa convivencia en comunidad, el valle es un polvorín.

La ventana. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

La valla

Cuando uno se encuentra en una zona del planeta en vías de desarrollo piensa en la fragilidad en la que viven millones de personas día a día. Una mala cosecha, una estación demasiado seca, una decisión estructural desviada, . . . pueden ocasionar daños de impacto impredecible. Es esa misma soberbia la que nos hace creer intocables, seguros, a salvo de cualquier devaneo de la historia con minúsculas.

La valla. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

Zuto

De la misma forma que, sin fundamento alguno, tan solo animados por ese espíritu occidental televisivo, para la chavalería, a partir de los cuatro o cinco años, los “farengis” somos todos guapos e ídolos de telenovela, para los más pequeños los blanquitos damos miedo. Me mola que así sea.

Zuto. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

Testigo

Cuando conseguimos por fin llegar al valle, después de dos días de viaje desde Madrid, esta niña me provocó lo que serían mis primeras lágrimas de emoción y gozo en Etiopía. Las primeras, porque no hubo día que no llorara profundamente de alegría, de contraste, de felicidad, de esperanza, de reencuentro, de júbilo, de impotencia y de dolor. Su nombre es Mesekér, “testigo” en la lengua local. Y vaya que hizo honor a su nombre conmigo. Una vez cargados los burros que portaban nuestro equipaje camino del ascenso a la misión, Mesekér se aproximó por detrás, me tomó de la mano y me introdujo, como si de un paseo iniciático se tratara, por la calle que cruza la aldea de Kirara.

Testigo. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

Por San Jorge

No recuerdo su nombre. Solo sé que es la vecina de Sawle y Meron, puerta con puerta en la aldea de Kirara. Eso y que escaló hasta la Misión con diez cervezas fresquitas al hombro para nosotros. Salir de casa para regalar, para honrar, para tener un gesto de hospitalidad. Nota: la marca de cervezas más extendida en Etiopía es San Jorge, al igual que el Santo Patrón del país.

Por San Jorge. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

el pendiente

Puedes pensar que se acerca llamada por la curiosidad. ¿Quiénes son y qué hace esos blanquitos en casa de Sawle?. La aldea de Kirara es la mayor concentración de habitantes en el valle, alrededor de 2.000 personas habitan en ella. Y de entre estos dos mil, dos ojos serenos se aproximan para observarte. Benditos ojos.

el pendiente. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

Katama

Katama terminó convirtiéndose en una presencia constante durante nuestra estancia en el valle. Desde el amanecer hasta casi el anochecer deambulaba por nuestro entorno. Risueño, pizpireto, saltarín, tranquilo, casi dormido, juguetón, currante, mimoso, cariñoso, podría pasar de un estado a otro con la presteza que solo es capaz de ejecutar un chaval de siete años. Todavía nos emociona su despedida desde su casa, allá en lo alto, subido a un risco, mientras descendíamos por el sendero hacia Kirara, agitando sus pequeños brazos entre la niebla.

Katama. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

Fotografía de cabecera: Las moscas. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

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