Álmaz

«Quieto, no te muevas», es el primer gesto como reacción al cacareo de una gallina por encima de nuestras cabezas, escondida en la repisa que une los palos de la techumbre con el adobe del paramento de la choza de Álmaz y Sheifé.

Después del sobresalto, al girarte, descubres la decoración de la choza. Unas manos destacan en la parte más oscura, al estilo de las pinturas rupestres de las cuevas de Maltravieso, Atapuerca o Altamira. Preside el pilar del hogar una bolsa del Real Madrid al lado de unas mazorcas de maíz y unas ristras de ajos. No faltan tampoco algunas imágenes de santos, haciendo valer así el papel de Sheifé como catequista legendario del valle.

Casa de Almaz. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

Álmaz, “diamante” en la lengua local, hace brillar su nombre. Una joya de mujer. Esposa de Sheifé, “espada”, suegra de Teresa y abuela de Guerremeu y Desi. Álmaz es una de las parteras locales. Con orgullo mantiene en su haber más de 50 nacimientos de chavales del valle. Curandera y fisioterapeuta por devoción, con una habilidad adquirida a fuerza de achuchones, Almaz resplandece con luz propia.

El saludo. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero
El niño frito. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

Ambos, Álmaz y Sheifé, son especialistas también en la emisión de gorgoritos disonantes mientras el resto de trabajadores del campo danza al ritmo de un atávico canto. Esto sucede después de la faena, a la que Sheifé acude solo para atizar el ritmo del resto de labriegos. Una dolencia, una especie de tumor anclado en el tobillo, le mantiene apartado del trabajo más duro desde hace quince años. El mismo que él amenaza con sajar a las bravas cuando pierde la paciencia. Y es que, a la vista de la protuberancia, aquella le sobra.

La danza II. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero
La danza III. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero
El capataz. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

Álmaz es oportuna y discreta. Mucho. De forma que apenas se aprecia su presencia, interviene siempre con sigilo para participar en la conversación. Una vez que pilla carrerilla muestra su lado locuaz. Sus formas son lentas, pausadas, de abuela que ejerce como tal. Sus cincuenta y cinco años le prestan la elegancia en las formas, la madurez suficiente como para aportar perspectiva y la serenidad con la que abordar cualquier asunto mundano.

Diamante. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero
Diamante II. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero
Diamante III. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero
Diamante IV. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

La familia es el núcleo básico de la sociabilidad en el valle. Los abuelos siempre vigilantes, atentos, desde el imaginario de los valores, ejercen de guías y amparo mientras los padres dedican su tiempo al motor de la economía, el campo y la casa. Guerremeu y Desi son unos niños privilegiados. Almaz y Sheifé no les pierden la pista. Pueden estar jugando, con apariencia de distraídos, o cavando el huerto aprendiendo los rudimentos elementales de la explotación de la tierra. Los abuelos no cesan; siempre ahí.

La abuela. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero
La casa de la abuela. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero
El nieto y las moscas. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero
Orgullo de abuelo. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero
Cocorico. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

Fotografía de cabecera: El plato de habas. Casa de Almaz y Sheifé. Valle de Lagarba. Etiopía, 2020. © Joaquín Rivero

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