Una vez que cruzas el río, al que se desciende desde la aldea de Kirara, pensando cuesta abajo, y simultáneamente, mirando al horizonte hacia lo alto, cómo carajo se le ocurrió a los primeros monjes franciscanos plantarse allá arriba y construir los primeros cimientos de la Misión de San Francisco, todavía no dispones de una idea clara de nada relevante en torno a la Misión ni del esfuerzo de escalada que queda por venir.
Perseguidos por las guerras religiosas de la Abisina del siglo XIX, hace más de 130 años, una reducida comunidad de monjes se instaló en una de las terrazas elevadas sobre el Valle de Lagarba. Con varios manantiales naturales y una perspectiva privilegiada sobre el valle, abrieron la primera ventana de la Misión. Porque eso sigue siendo, una ventana abierta y un pedazo de cielo que entra por la puerta.
La iglesia



El día a día de la Misión empieza tempranito. A las 6:30, justo después de la llamada a la oración procedente de la mezquita de Kirara que resuena a lo lejos como una cantinela, el Padre Paul hace vibrar la campana centenaria 21 veces. Su sonido anuncia al valle que la misa comenzará a las 7:30.

A las 7:00 comienza el rezo del rosario, al que acuden algunos vecinos para cantarlo e iniciar así la jornada. El ritmo orienta el movimiento inclinado de sus cuerpos, como una «bagatelle», sobre los bancos tendidos en la iglesia.

Y a las 7:30, el eco de las katiuskas de Brahanu, el hijo pequeño de Muna que, aunque hace lo imposible por ser discreto solo consigue llamar la atención de los presentes, anuncia el inicio de la misa.


Y los domingos la fiesta. Ellas a un lado y ellos a otro, menos en las posiciones más adelantadas del coro, a reventar de jóvenes, los mismos que acuden los sábados a ensayar en la sala próxima a la iglesia.





Y en medio de la algarabía, las pausas que marcan los silencios, el recogimiento propio de la oración y los cánticos de la liturgia, un homenaje a la maternidad, cual «Madonna de la leche» que podrían haberse apropiado Durero, El Greco o el propio Wan der Weyden.
Fotografía de cabecera: Tránsito. Ketené, Paul y otro vecino del valle descienden por el cementerio de la Misión. © Joaquín Rivero